Siento que esto lo he vivido muchas veces, que hay una recirculación que no para, que me involucra con una pérdida total de la consciencia, hasta ahora, hasta este momento, en que me encuentro sentado en la mesa del café aledaño a la galería escribiendo atropelladamente esto en un individual de papel craft, antes de que se me olvide, antes de que vuelva a estar dando vueltas en una Víspera de San Juan eterna.
Lo que quiero contarles me está ocurriendo aquí y ahora, algo ha sucedido que el Uróboros me ha dado un respiro, pero temo que jamás saldré de aquí. Si la actual ruptura en el espacio tiempo no se vuelve a dar, quiero que esto quede como un mensaje, como una experiencia que espero a ustedes nunca les ocurra, para mí fue aquella pintura que por casualidad he visto en la galería de arte de los Barrios Bajos en Valdivia, y que para ustedes puede tener otro origen.
Algo detonó en mí aquella composición, una especie de irreversibilidad, como si el tiempo y el espacio fueran parte de una imagen en la que yo no podía estar afuera, no sé si me explico, pero aquel cuadro estaba llamándome a intentarlo, y solo aquel cuadro. El resto de la exposición era buena, pero esta obra me saturó, me descompensó, me hizo querer irme, pero no de la galería, sino que hacia el interior, hasta ese momento en que confluían cinco elementos con un mensaje claro, “lo prohibido”. Por mucho que intenté, no conseguí desdoblarme, nunca lo había hecho por lo demás, pero como les menciono, mi vínculo con aquella pintura me permitía pensar que era capaz de todo, de lo imposible.
Pregunté su valor, quedaron de averiguarlo, pues justo el de ese cuadro lo desconocían. Me molesté, no con las encargadas, sino con lo que a esas alturas yo ya consideraba era una conspiración, que me empujaba a intentar una ilusión con tal de probar que ese momento inmortalizado me pertenecía, ¿cuáles eran las consecuencias?, ni idea, no me interesaba, ni que aquella flor fuera de fino oro, o que la riqueza y la maldición que siempre estas fortunas misteriosas llevan aparejada cayera sobre mí, con todo su peso. Mi fijación era, al fin, tentar a la suerte, a la tradición con sus leyendas y supersticiones.
Supe que esa noche no volvería a mi hogar en Paillaco. También entendí, que debía encontrar rápidamente una higuera, ver la forma de escabullirme hasta sus pies y esperar la media noche para coger aquella flor. Asirla, sí, pues ver nacer flor de oro carecía de significado, si no conseguía invocar a la serpiente y al demonio. Los cinco elementos en comunión. Salí de la galería y deambulé por Valdivia, busqué los barrios más antiguos, las casas centenarias, aquellas que habían resistido el cataclismo del sesenta. Ya entrada la tarde, como si de un telegrama se tratara, decodifiqué el recuerdo de aquel hermoso jardín en la casa de los padres de mi amigo Paulo Lehmann. Debía conseguir que me permitiera estar ahí a media noche, pero quería estar solo. Sabía que la situación lo ameritaba y que si le confesaba mi intención, él, como buen periodista, querría estar presente y documentarlo. Así que luego de llamarlo y bebernos una cerveza, le inventé problemas matrimoniales y que me permitiera, solo por aquella noche, usar la habitación de huéspedes a un costado de la piscina. Prometí portarme bien, mintiendo en que sólo quería descansar. Bastó un llamado telefónico para que el cuarto, la higuera y la prueba fueran mías.
Ya muy encima de la media noche, salí al jardín y encendí un cigarrillo. La noche era fría, una fina neblina hacía del entorno una lámina élfica de la vida cotidiana. Una tenue luz lunar permitía que aquel tono azulino de los sueños también se presentara. Una vez terminé el cigarrillo miré mi reloj, en él ya era media noche. Todo partió con un leve zumbido, el imperceptible movimiento de las hojas y una especie de luminiscencia dorada comenzó a brotar del corazón mismo del follaje de tan noble árbol. Por fin, un capullo, como un agujero de luz comenzó a expandirse, a formarse y abrirse. Ante mí, a muy pocos metros, una flor dorada, sin duda fabricada con el más puro oro del centro de la Tierra, en donde los minerales se funden con las almas, una flor de higuera en noche de San Juan estaba a mi alcance. No sentí miedo, si no que una emoción inabarcable me invadió y fui capaz de moverme con el solo objetivo de replicar lo que en aquel cuadro se había compuesto antes. Pude ver cómo las ramas se abrían para que mi mano, mi brazo y mi cuerpo ingresaran, ramas que entendía no eran lo que parecían y cobrarían caro mi atrevimiento. Mas sabía que debía cumplir con lo que estaba seguro, era mi destino. Mi mano se acercó a centímetros de la flor, la cabeza de la serpiente mutó de la rama más cercana y aquella mano huesuda, enrojecida y mal oliente se acercó por el otro extremo, sin tener un cuerpo, sólo saliendo de la oscuridad. Cuando por fin alcancé la flor, la mano del demonio tomó la mía y la serpiente mordió dolorosamente. Dejé escapar un grito… inmediatamente fui absorbido por un túnel, sentí que perdía mi corporalidad, que me licuaba y luego me volvía a corporizar… y adivinen qué: me encontraba absorto frente al cuadro en la Galería de los Barrios Bajos de Valdivia observando ensimismado el cuadro, con un recuerdo vago de lo que acababa de experimentar, y cada vez se hacía más vago, mientras más me diluía en la contemplación.
Siento que esto lo he vivido muchas veces, que hay una recirculación que no para, que me involucra con una pérdida total de la consciencia, hasta ahora, hasta este momento, en que me encuentro sentado en la mesa del café aledaño a la galería escribiendo atropelladamente esto en un individual de papel craft, antes de que se me olvide, antes de que vuelva a estar dando vueltas en una Víspera de San Juan eterna.