SUPERLUNA, texto por Daniel Carrillo
Apenas oscureció, mi pequeño Carver comenzó a ladrarle al cielo, enardecido por esa fiebre de luz que caía de las alturas.
Sin transición alguna, sus secos ladridos de callejero mezclado con Schnauzer mudaron de pronto a gruesos aullidos, tan profundos como si hordas de frailes entonaran un salmo poseídas por el hipo. Rápidamente nos dimos cuenta que Carver no estaba solo en sus protestas y que se le habían unido en un coro infernal todos los perros del barrio y, probablemente, de la ciudad. Abandonados en espasmos guturales, que parecían la banda sonora precisa para el apocalipsis, las bestias cuadrúpedas aullaron sin descanso hasta el amanecer.
No supimos si fue rabia o temor lo que los mantuvo en vigilia frente a ese satélite gigante que no volvería a repetirse en treinta años, es decir, una luna que nunca más verían en sus insignificantes vidas.
La llegada del sol fue bajando el telón a los cantos macabros, mientras uno a uno fueron cayendo los perros por las calles, exhaustos y desolados, con los ojos encendidos como bombillas incandescentes, reflejando el destello amarillento que finalmente los terminó atorando, sin dejarlos respirar.
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